“Educación,
cultura y psicología”
Lo primero que
debe evaluarse antes de calificar cualquier examen de conocimientos puntuales
es cuánto aportan los profesores al proceso de humanización de sus alumnos.
Durante esta reflexión puede descubrirse que es más importante enseñar a
aprender que el contenido mismo del aprendizaje programado en el currículo original.
(Flores, 1999: 113)
En el último siglo se ha
impuesto a nivel mundial la idea de la escolarización obligatoria, bajo la
noción de que la educación, por sí misma, proporcionará a los individuos la
posibilidad de desarrollar sus capacidades y aptitudes. Desde tal perspectiva, una
educación estandarizada se convertiría en un poderoso vehículo capaz de reducir
las disparidades de riqueza y poder, al facilitarles a todas las personas los
conocimientos necesarios para desenvolverse dignamente en la sociedad. El
problema es que, al observar cuidadosamente la realidad, parece que dicho
supuesto no funciona tan bien. ¿Cómo se explica que tantos estudiantes se
queden rezagados dentro de nuestro sistema educativo? ¿Por qué no
alcanzan todos los “mismos logros”? Y, más interesante aún, ¿por qué
desempeñarse bien en la escuela no significa siempre un mejor desempeño social
y laboral posterior? ¿Es que las personas aprenden diferente? ¿Es que las
personas tienen capacidades o inteligencias distintas? Y si es así, ¿los
sistemas educativos lo reconocen?
Por todo lo anterior, ofrecer
hoy la mejor educación posible implica reflexionar sobre cuestiones que son
psicológicas, sociológicas y educativas, al mismo tiempo. Exige un
regresar a temas esenciales sobre la naturaleza del ser humano, su capacidad de
aprender, las diferencias individuales y el tipo de educación que se ofrece a
las personas.
- Inteligencia y educación:
hacia una nueva concepción.
En 1994 apareció, en Estados
Unidos, un libro polémico y sugerente. Con el título de The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life,
en él se sugería que los diferentes grupos étnicos poseían niveles distintos de
inteligencia, como resultado de su herencia (Herrnstein y Murray, 1994). Esas
distinciones explicarían, al menos en parte, la estructura de clases de la
sociedad estadounidense, en la medida que una mayor inteligencia se traduciría
en una mejor educación, un mejor trabajo y, por ende, en mayores posibilidades
de ascenso social. Desde tal perspectiva, la población blanca era más
inteligente que la negra y, por tanto, era normal la diferenciación clasista de
las dos.
Aunque el estudio de
Herrnstein y Murray se aplicaba a los Estados Unidos, sus ideas podían
extrapolarse a otros países. En el caso de Costa Rica, no solo implicaría
aceptar las diferencias de capacidad entre “blancos” y “negros”, sino también
entre “más blancos”, mestizos y aborígenes. Eso podría explicar las diferencias
de rendimiento entre los alumnos de ciertos colegios privados, del Valle
Central y los estudiantes de áreas periféricas del país. Y todavía peor,
explicaría nuestro subdesarrollo frente a las naciones industrializadas. Ahora
bien, ¿es posible mantener esto? Claro que no.
En primer lugar, no se puede
justificar las desigualdades sociales a partir de aparentes y nada reconocidas
diferencias biológicas. Pero, además, aceptarlo así implicaría desconocer
el peso que, sobre el resultado de la educación y la vida de las personas,
tienen una serie de factores sociales, culturales y específicamente escolares (Giddens,
1999: 540).
El trabajo cotidiano en el aula
demuestra la existencia de capacidades diferentes. Eso es innegable: existen
niños, jóvenes y adultos con habilidades propias y características distintas a
las que poseen los demás. Pero tales diferencias no significan, en sí mismas,
una mayor o menor inteligencia. Todo lo contrario. Reflejan la existencia de
inteligencias múltiples, igualmente importantes, donde lo académico, lo emocional
y lo social se combinan (Gardner, 1993 y Goleman, 1996).
Por eso, en lugar de reducir la
inteligencia a una categoría general ─ eso es lo que ocurre cuando solo se
asocia al llamado Coeficiente Intelectual ─, en la actualidad se tiende a vincular
la capacidad de las personas con el desarrollo de un pensamiento reflexivo.
Desde esta perspectiva, la inteligencia se asocia al descubrimiento y análisis
de problemas, al planteamiento de nuevas interrogantes y a la consideración de
antiguas preguntas desde perspectivas diferentes. Y su desarrollo exige
construcción del conocimiento por parte del estudiante, un cuidado por el
contexto (factores sociales y culturales), y una preocupación por el trabajo en
el aula (relación docente/alumno/contenidos).
2.
El caso de Costa Rica.
Tras más de cien años de desarrollo,
la educación ocupa un lugar de privilegio en la galería de imágenes y mitos
nacionales. En este sentido, la labor realizada por nuestros antepasados
resultó extraordinaria: fueron ellos los autores de esa asociación entre paz,
escuela y democracia, básica en la mentalidad colectiva de este país. ¿Hicieron
bien? Sin duda. Todavía hoy impresionan los resultados de su trabajo: Costa
Rica es hoy una de las sociedades más igualitarias, estables y pacíficas de
América Latina.
El problema es que ese pasado exitoso
no garantiza un presente inmune a los problemas. Y si algo predomina en la
Costa Rica de hoy son precisamente las
dudas. ¿Cómo se explican los altos índices de abandono y repetición? ¿Cómo se
entiende el traslado de un grupo importante de jóvenes hacia sistemas de
educación abierta? Y, aún más importante, ¿cómo se responde a las críticas reiteradas
sobre la validez y la utilidad de lo que se aprende?
De una u otra forma, el sistema
educativo costarricense ha pagado con creces el éxito de su propia expansión.
La alfabetización masiva de las últimas décadas fue valiosa desde muchos puntos
de vista, pero terminó desembocando en una estandarización lamentable. Así, con mucha pena y nada de gloria, el
educación devino en la enseñanza mecánica de ciertos contenidos y valores,
considerados esenciales para la preparación técnica y profesional de los
individuos.
De lo que se trataba era de formar
niños y jóvenes con cierto nivel de razonamiento abstracto, matemático y
verbal, impulsados siempre por un fuerte deseo de competencia y superación
personal. En tal contexto, se concebía al estudiante “perfecto” como un ser
atento, callado y pasivo, increíblemente respetuoso del orden jerárquico y de
la autoridad. Era el triunfo del pensamiento convergente, de la homogenización
y del control total sobre el estudiantado.
Los conocidos exámenes de Bachillerato
no constituyen más que el mejor ejemplo de las contradicciones de nuestro
sistema educativo: se habla de constructivismo, pero al final se obliga que
todos los estudiantes lleguen a los mismos resultados. Y esos resultados se
miden a través de una sola prueba estandarizada, con un solo tipo de pregunta.
¿Qué diferencias se reconocen aquí? ¿Qué habilidades se evalúan? ¿Cómo se
sienten una gran mayoría de estudiantes?
Estas pruebas estandarizadas
han terminado generando un tipo particular de estudiante, capaz de superar las
pruebas, pero aprender poco. ¿La razón? Padres, profesores y alumnos están más
interesados en el resultado final del proceso de enseñanza-aprendizaje, es
decir, en superar las pruebas, que en el proceso mismo de aprender. En tal contexto,
se han vuelto comunes las quejas de que los estudiantes olvidan con rapidez lo
que han memorizado y repetido. En parte, ello es el resultado de la repetición
de patrones por parte de los docentes y de los padres. Pero, también y más
grave, refleja el papel que se le ha otorgado a la educación como filtro
laboral y social. Recuérdese que los exámenes sirven para otorgar títulos, y
estos proporcionan posibilidades de acceso laboral de distintas categorías, y
en la sociedad actual el rol profesional es determinante para configurar el
estatus social.
Las consecuencias de esta forma de
operar han sido más que evidentes. Hoy, las escuelas y los colegios del país
están llenos de alumnos caracterizados por la desmotivación, la desidia y la
desesperación, profundamente temerosos de aceptar retos, explotar capacidades y
afrontar problemas.
Continuar por el mismo camino resulta
imposible. Al menos, los costos de hacerlo serían demasiado altos: implicaría
perpetuar la exclusión, el miedo y el abandono de familias, grupos y culturas
enteras. Cualquier reforma significativa, sin embargo, demanda redefinir
supuestos, metas y caminos. ¿Para qué educar? ¿Qué se desea formar? ¿Cómo se
debe formar? ¿Qué papeles deben asumir los distintos actores?
- Hacia un modelo diferente
La solución a la crisis de la
educación costarricense demanda un correctivo mayor. De lo que se trata, en
realidad, es de repensar los fundamentos mismos del sistema y reconocer que la
educación de nuestros padres y abuelos, aunque exitosa en muchos sentidos, ya
no da para más en el contexto actual.
El objetivo del sistema
educativo debería ser bastante claro: enseñar a pensar eficientemente o
mejor aún, debe educar para la vida. En tal contexto, el sistema educativo
costarricense debe volcarse hoy, como nunca antes, hacia el desarrollo
de conciencias reflexivas, de modo que niños y jóvenes aprendan a
describir sus procesos cognitivos y, sobre todo, a planificar, regular y
evaluar su propio aprendizaje. Ello, en sí mismo, no significa un rechazo de los
contenidos. Lo que demanda, y esto es fundamental, es la asociación de esa
información con el desarrollo de habilidades mentales que, al fin de cuentas,
son las que los alumnos utilizarán en un futuro a la hora de enfrentar y
resolver distintos problemas (Covington, 2000: 163-192).
Esto implica una nueva visión
de la inteligencia. El sistema educativo tradicional tiende a limitar la
inteligencia al razonamiento abstracto, sea matemático o verbal. Esta práctica
tiene un costo lamentable: se ignora por completo el desempeño visual,
auditivo, espacial, artístico y emocional de las personas. Esto
representa un serio problema. Al hacerlo, la educación limita el desarrollo de
muchos individuos, catalogándolos incluso como “incompetentes”, y favorece la
producción de “genios” con graves problemas de conducta y personalidad.
Desde esta nueva perspectiva, el
aprendizaje debe verse como una construcción. La única forma de
asimilar nueva información es asociándola a los marcos mentales ¾estructuras cognitivas¾ ya existentes. Esa asociación
demanda descubrimiento, exploración y análisis, y no la simple repetición
mecánica de contenidos. Todo aprendizaje que pretenda ser duradero exige, por
lo tanto, el uso de habilidades y estrategias de pensamiento. Habilidades y estrategias
que impliquen el planteamiento de problemas, la búsqueda de respuestas y la
construcción de grandes explicaciones: en eso consistiría el llamado
aprendizaje significativo. En palabras de Sonia Abarca, “se requiere provocar una
perturbación, un desequilibrio (...), para que el sujeto busque reestructurar,
hacer ajustes y encontrar nuevos equilibrios en los esquemas mentales que ya
posee” (Abarca, 1995).
Como tal, el aprendizaje debe
partir de los conocimientos previos de los alumnos, ya que implica, en el
fondo, la ampliación, reforma o transformación de lo ya conocido por ellos.
Como decía David Ausubel, “averígüese lo que el alumno sabe, y pártase
de ahí...” (Ausubel, citado por Abarca, 1995: 124). Eso demanda saber
qué conoce el estudiante y utilizar elementos de ese conocimiento (conceptos,
experiencias o materiales), para enriquecerlo o reconstruirlo.
Y, claro está, el aprendizaje
exige la participación activa de los estudiantes. Dado que el aprendizaje es
una construcción y parte siempre de cierta base, el alumno no puede actuar de
manera pasiva en el proceso. Todo lo contrario. Los jóvenes deben ser
“perturbados” con problemas y materiales, para luego, y con la guía de los
docentes, generar y asimilar nueva información. Al hacerlo, cada individuo
desarrollará su propia capacidad y encontrará la motivación para avanzar en esa
dirección. Como indica Tonucci, “el niño se inclinará a creer en el
conocimiento si se ha dado cuenta de que sabe conocer. En cambio, adoptará
actitudes de renuncia, esperará a que alguien le “enseñe”, si algo le ha hecho
creer que él no sabe conocer” (Tonucci, citado por Abarca, 1995: 122).
Todo esto implica replantear
el papel del docente como planificador y conductor. En vez de limitarse a
trasmitir conocimientos, un profesor debe ser un generador de ambientes y de
experiencias significativas. El maestro debe iniciar al estudiante, planteando
para ello problemas y situaciones estimulantes. Pero, además, debe sostenerlo
en el proceso, suministrándole la ayuda y las herramientas necesarias. Todo
ello requiere de una planificación cuidadosa: el acercamiento paulatino del
alumno al objeto de conocimiento, el descubrimiento progresivo de las
relaciones entre las partes y el uso permanente de material significativo, es
decir, un material que involucre, motive y mueva. Aprendizaje significa
evolución de las ideas de los alumnos y, eventualmente, cambios en sus sistemas
conceptuales. Ello, sin embargo, no ocurre con la simple repetición de
conocimientos (Jorba y Casellas, 1997).
En última instancia, implica reconocer
el valor de la evaluación diagnóstica y formativa en el proceso educativo. Ello constituye una tarea mayor, para un
sistema escolar dominado, aún hoy, por la evaluación sumativa tradicional,
estandarizada y homogénea.
- A manera de conclusión.
La solución a todos estos
problemas no pasa por cambiar los programas de estudio o colocar a los
estudiantes en capacidad de escoger los exámenes que desean realizar. Es más
que eso. Implica ampliar el currículo de estudio, de modo que los estudiantes
puedan desarrollar inteligencias diferentes y, sobre todo, significa recalcar
la importancia de la evaluación formativa. Solo esta evaluación puede
ayudar a medir y guiar el avance de cada individuo. En cualquier caso, la
evaluación debe abandonar su tradicional función de clasificar, seleccionar y
acreditar, para convertirse en guía, correctora y motivadora del proceso de
aprender.
Reflexionar sobre todos estos
problemas es una tarea indispensable.
Solo esa reflexión nos permitirá ser preactivos, es decir, proponer
cambios y ser concientes del para qué de ellos. Reflexionar es asumir
concientemente una postura ideológica y no trasmitir, pasivamente, las
posiciones de otros.
Bibliografía:
Abarca, Sonia
(1995). Psicología de la Motivación. San José: EUNED.
Covington,
Martin (2000), La voluntad de aprender.
Guía para la motivación en el aula. Madrid: Alianza Editorial
Flores Ochoa,
Rafael (1999). Análisis de la enseñanza y
la evaluación del aprendizaje según los modelos pedagógicos. Bogotá:
McGraw-Hill Interamericana.
Gardner,
Howard (1995). Inteligencias múltiples:
la teoría en la práctica. Barcelona: Paidós.
Giddens,
Anthony (1999), Sociología. Madrid:
Alianza Editorial.
Giné (2000), Evaluación en la educación secundaria.
Barcelona: Editorial Graó.
Goleman,
Daniel (1996). Inteligencia emocional.
Barcelona: Cairos.
Herrnstein,
Richard y Murray, Charles (1994). The
Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life. Nueva York, Free Press.
Jorba, Jaime y
Casellas, Ester (1997). La regulación y
la autorregulación de los aprendizajes. Barcelona: Editorial Síntesis.
Phillips,
Bernard (1986), Sociología. Del concepto
a la práctica. Mexico: McGraw-Hill.