domingo, 28 de julio de 2013

“Los pilares de la educación del futuro”.

“Nos encontramos en un mundo totalmente constituido a través del conocimiento aplicado reflexivamente, pero en donde al mismo tiempo nunca podemos estar seguros de que no será revisado algún elemento dado de ese conocimiento […] Bajo las condiciones de modernidad, ningún conocimiento es conocimiento en el antiguo sentido del mismo, donde “saber” es tener certeza (…)”

Anthony Giddens (Citado por Tedesco, 2003)

Como ninguna otra en el pasado, la sociedad contemporánea se caracteriza por la noción de cambio.  Y es que, desde todo punto de vista, las rápidas transformaciones parecen jalar la realidad del ser humano de hoy: el cambio es integral, total, global. En esencia, estamos en presencia del nacimiento de una nueva sociedad, la sociedad posmoderna o, como se ha dado por llamar, la sociedad del conocimiento y la información, que evidencia nuevas formas de producir, participar, identificarse y relacionarse con los demás.

Como bien señala Juan Carlos Tedesco, hay algo que parece definir a esta nueva sociedad frente a todas las demás y es, sin duda, la acelerada generación y trasmisión de conocimientos. Es este rasgo, asociado al desarrollo de las modernas tecnologías de la información, lo que ha venido a cambiar las formas en qué producimos, pensamos, integramos y participamos. Para algunos, eso ha supuesto un paso adelante o una oportunidad a futuro (la noción de salto de rana que manejan algunos economistas); para otros, por el contrario, ha significado principalmente más pobreza, discriminación y abandono.

          Ante esta nueva realidad, a la educación le corresponde desempeñar un papel  esencial si se desea construir una sociedad más próspera, justa y solidaria. En este sentido, el reto de la educación es doble: debe enseñar a aprender y debe enseñar a convivir.

La moderna sociedad del conocimiento puede caracterizarse como la sociedad de la reflexividad, en la medida que la reflexión sustituye como nunca antes a la tradición. Esa reflexividad representa el triunfo de la duda y el fin de las certidumbres. Y ello afecta a todos los ámbitos: no solo cambia las formas de producir ─ es necesario un trabajador capaz de aprender con rapidez y adaptarse a condiciones que se modifican aceleradamente ─, sino que además, debilita las formas tradicionales de legitimidad y consenso social. Ante tal situación, se hace fundamental formar personas, ciudadanos, capaces de aprender, dialogar y negociar permanentemente, racionales, críticos y muy conocedores de su entorno.

Ante el fin de las certezas y la disolución de antiguas formas de relación, se hace necesario que la educación se convierta en una auténtica “aula de socialización”. Un campo de entrenamiento, donde imbuidos de ciertos valores esenciales como la tolerancia, el respeto y la solidaridad, los niños y jóvenes aprendan a relacionarse y convivir con otros. En este sentido, la educación adquiere un carácter ético y ciudadano urgente. En palabras de Josefina Aldecoa (1997), “educad a los niños (…) educadlos en la tolerancia, en la solidaridad. Transmitirle lo más importante que tenemos: la herencia cultural”. ¿Estamos haciendo esto en Costa Rica? 

domingo, 6 de enero de 2013

“Educación, cultura y psicología”

 Lo primero que debe evaluarse antes de calificar cualquier examen de conocimientos puntuales es cuánto aportan los profesores al proceso de humanización de sus alumnos. Durante esta reflexión puede descubrirse que es más importante enseñar a aprender que el contenido mismo del aprendizaje programado en el currículo original.

 (Flores, 1999: 113)

En el último siglo se ha impuesto a nivel mundial la idea de la escolarización obligatoria, bajo la noción de que la educación, por sí misma, proporcionará a los individuos la posibilidad de desarrollar sus capacidades y aptitudes. Desde tal perspectiva, una educación estandarizada se convertiría en un poderoso vehículo capaz de reducir las disparidades de riqueza y poder, al facilitarles a todas las personas los conocimientos necesarios para desenvolverse dignamente en la sociedad. El problema es que, al observar cuidadosamente la realidad, parece que dicho supuesto no funciona tan bien. ¿Cómo se explica que tantos estudiantes se queden rezagados dentro de nuestro sistema educativo? ¿Por qué no alcanzan todos los “mismos logros”? Y, más interesante aún, ¿por qué desempeñarse bien en la escuela no significa siempre un mejor desempeño social y laboral posterior? ¿Es que las personas aprenden diferente? ¿Es que las personas tienen capacidades o inteligencias distintas? Y si es así, ¿los sistemas educativos lo reconocen?

Por todo lo anterior, ofrecer hoy la mejor educación posible implica reflexionar sobre cuestiones que son psicológicas, sociológicas y educativas, al mismo tiempo. Exige un regresar a temas esenciales sobre la naturaleza del ser humano, su capacidad de aprender, las diferencias individuales y el tipo de educación que se ofrece a las personas.


  1. Inteligencia y educación: hacia una nueva concepción.

En 1994 apareció, en Estados Unidos, un libro polémico y sugerente. Con el título de The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life, en él se sugería que los diferentes grupos étnicos poseían niveles distintos de inteligencia, como resultado de su herencia (Herrnstein y Murray, 1994). Esas distinciones explicarían, al menos en parte, la estructura de clases de la sociedad estadounidense, en la medida que una mayor inteligencia se traduciría en una mejor educación, un mejor trabajo y, por ende, en mayores posibilidades de ascenso social. Desde tal perspectiva, la población blanca era más inteligente que la negra y, por tanto, era normal la diferenciación clasista de las dos.

Aunque el estudio de Herrnstein y Murray se aplicaba a los Estados Unidos, sus ideas podían extrapolarse a otros países. En el caso de Costa Rica, no solo implicaría aceptar las diferencias de capacidad entre “blancos” y “negros”, sino también entre “más blancos”, mestizos y aborígenes. Eso podría explicar las diferencias de rendimiento entre los alumnos de ciertos colegios privados, del Valle Central y los estudiantes de áreas periféricas del país. Y todavía peor, explicaría nuestro subdesarrollo frente a las naciones industrializadas. Ahora bien, ¿es posible mantener esto? Claro que no.

En primer lugar, no se puede justificar las desigualdades sociales a partir de aparentes y nada reconocidas diferencias biológicas. Pero, además, aceptarlo así implicaría desconocer el peso que, sobre el resultado de la educación y la vida de las personas, tienen una serie de factores sociales, culturales y específicamente escolares (Giddens, 1999: 540).
El trabajo cotidiano en el aula demuestra la existencia de capacidades diferentes. Eso es innegable: existen niños, jóvenes y adultos con habilidades propias y características distintas a las que poseen los demás. Pero tales diferencias no significan, en sí mismas, una mayor o menor inteligencia. Todo lo contrario. Reflejan la existencia de inteligencias múltiples, igualmente importantes, donde lo académico, lo emocional y lo social se combinan (Gardner, 1993 y Goleman, 1996).
Por eso, en lugar de reducir la inteligencia a una categoría general ─ eso es lo que ocurre cuando solo se asocia al llamado Coeficiente Intelectual ─, en la actualidad se tiende a vincular la capacidad de las personas con el desarrollo de un pensamiento reflexivo. Desde esta perspectiva, la inteligencia se asocia al descubrimiento y análisis de problemas, al planteamiento de nuevas interrogantes y a la consideración de antiguas preguntas desde perspectivas diferentes. Y su desarrollo exige construcción del conocimiento por parte del estudiante, un cuidado por el contexto (factores sociales y culturales), y una preocupación por el trabajo en el aula (relación docente/alumno/contenidos).

2.    El caso de Costa Rica.

            Tras más de cien años de desarrollo, la educación ocupa un lugar de privilegio en la galería de imágenes y mitos nacionales. En este sentido, la labor realizada por nuestros antepasados resultó extraordinaria: fueron ellos los autores de esa asociación entre paz, escuela y democracia, básica en la mentalidad colectiva de este país. ¿Hicieron bien? Sin duda. Todavía hoy impresionan los resultados de su trabajo: Costa Rica es hoy una de las sociedades más igualitarias, estables y pacíficas de América Latina.
         El problema es que ese pasado exitoso no garantiza un presente inmune a los problemas. Y si algo predomina en la Costa Rica de hoy son precisamente las dudas. ¿Cómo se explican los altos índices de abandono y repetición? ¿Cómo se entiende el traslado de un grupo importante de jóvenes hacia sistemas de educación abierta? Y, aún más importante, ¿cómo se responde a las críticas reiteradas sobre la validez y la utilidad de lo que se aprende?
         De una u otra forma, el sistema educativo costarricense ha pagado con creces el éxito de su propia expansión. La alfabetización masiva de las últimas décadas fue valiosa desde muchos puntos de vista, pero terminó desembocando en una estandarización lamentable.  Así, con mucha pena y nada de gloria, el educación devino en la enseñanza mecánica de ciertos contenidos y valores, considerados esenciales para la preparación técnica y profesional de los individuos.
        De lo que se trataba era de formar niños y jóvenes con cierto nivel de razonamiento abstracto, matemático y verbal, impulsados siempre por un fuerte deseo de competencia y superación personal. En tal contexto, se concebía al estudiante “perfecto” como un ser atento, callado y pasivo, increíblemente respetuoso del orden jerárquico y de la autoridad. Era el triunfo del pensamiento convergente, de la homogenización y del control total sobre el estudiantado.
        Los conocidos exámenes de Bachillerato no constituyen más que el mejor ejemplo de las contradicciones de nuestro sistema educativo: se habla de constructivismo, pero al final se obliga que todos los estudiantes lleguen a los mismos resultados. Y esos resultados se miden a través de una sola prueba estandarizada, con un solo tipo de pregunta. ¿Qué diferencias se reconocen aquí? ¿Qué habilidades se evalúan? ¿Cómo se sienten una gran mayoría de estudiantes?
       Estas pruebas estandarizadas han terminado generando un tipo particular de estudiante, capaz de superar las pruebas, pero aprender poco. ¿La razón? Padres, profesores y alumnos están más interesados en el resultado final del proceso de enseñanza-aprendizaje, es decir, en superar las pruebas, que en el proceso mismo de aprender. En tal contexto, se han vuelto comunes las quejas de que los estudiantes olvidan con rapidez lo que han memorizado y repetido. En parte, ello es el resultado de la repetición de patrones por parte de los docentes y de los padres. Pero, también y más grave, refleja el papel que se le ha otorgado a la educación como filtro laboral y social. Recuérdese que los exámenes sirven para otorgar títulos, y estos proporcionan posibilidades de acceso laboral de distintas categorías, y en la sociedad actual el rol profesional es determinante para configurar el estatus social.
        Las consecuencias de esta forma de operar han sido más que evidentes. Hoy, las escuelas y los colegios del país están llenos de alumnos caracterizados por la desmotivación, la desidia y la desesperación, profundamente temerosos de aceptar retos, explotar capacidades y afrontar problemas.
        Continuar por el mismo camino resulta imposible. Al menos, los costos de hacerlo serían demasiado altos: implicaría perpetuar la exclusión, el miedo y el abandono de familias, grupos y culturas enteras. Cualquier reforma significativa, sin embargo, demanda redefinir supuestos, metas y caminos. ¿Para qué educar? ¿Qué se desea formar? ¿Cómo se debe formar? ¿Qué papeles deben asumir los distintos actores?


  1. Hacia un modelo diferente

          La solución a la crisis de la educación costarricense demanda un correctivo mayor. De lo que se trata, en realidad, es de repensar los fundamentos mismos del sistema y reconocer que la educación de nuestros padres y abuelos, aunque exitosa en muchos sentidos, ya no da para más en el contexto actual.
         El objetivo del sistema educativo debería ser bastante claro: enseñar a pensar eficientemente o mejor aún, debe educar para la vida. En tal contexto, el sistema educativo costarricense debe volcarse hoy, como nunca antes, hacia el desarrollo de conciencias reflexivas, de modo que niños y jóvenes aprendan a describir sus procesos cognitivos y, sobre todo, a planificar, regular y evaluar su propio aprendizaje. Ello, en sí mismo, no significa un rechazo de los contenidos. Lo que demanda, y esto es fundamental, es la asociación de esa información con el desarrollo de habilidades mentales que, al fin de cuentas, son las que los alumnos utilizarán en un futuro a la hora de enfrentar y resolver distintos problemas (Covington, 2000: 163-192).
          Esto implica una nueva visión de la inteligencia. El sistema educativo tradicional tiende a limitar la inteligencia al razonamiento abstracto, sea matemático o verbal. Esta práctica tiene un costo lamentable: se ignora por completo el desempeño visual, auditivo, espacial, artístico y emocional de las personas. Esto representa un serio problema. Al hacerlo, la educación limita el desarrollo de muchos individuos, catalogándolos incluso como “incompetentes”, y favorece la producción de “genios” con graves problemas de conducta y personalidad.
          Desde esta nueva perspectiva, el aprendizaje debe verse como una construcción. La única forma de asimilar nueva información es asociándola a los marcos mentales ¾estructuras cognitivas¾ ya existentes. Esa asociación demanda descubrimiento, exploración y análisis, y no la simple repetición mecánica de contenidos. Todo aprendizaje que pretenda ser duradero exige, por lo tanto, el uso de habilidades y estrategias de pensamiento. Habilidades y estrategias que impliquen el planteamiento de problemas, la búsqueda de respuestas y la construcción de grandes explicaciones: en eso consistiría el llamado aprendizaje significativo. En palabras de Sonia Abarca, “se requiere provocar una perturbación, un desequilibrio (...), para que el sujeto busque reestructurar, hacer ajustes y encontrar nuevos equilibrios en los esquemas mentales que ya posee” (Abarca, 1995).

Como tal, el aprendizaje debe partir de los conocimientos previos de los alumnos, ya que implica, en el fondo, la ampliación, reforma o transformación de lo ya conocido por ellos. Como decía David Ausubel, “averígüese lo que el alumno sabe, y pártase de ahí...” (Ausubel, citado por Abarca, 1995: 124). Eso demanda saber qué conoce el estudiante y utilizar elementos de ese conocimiento (conceptos, experiencias o materiales), para enriquecerlo o reconstruirlo.

Y, claro está, el aprendizaje exige la participación activa de los estudiantes. Dado que el aprendizaje es una construcción y parte siempre de cierta base, el alumno no puede actuar de manera pasiva en el proceso. Todo lo contrario. Los jóvenes deben ser “perturbados” con problemas y materiales, para luego, y con la guía de los docentes, generar y asimilar nueva información. Al hacerlo, cada individuo desarrollará su propia capacidad y encontrará la motivación para avanzar en esa dirección. Como indica Tonucci, “el niño se inclinará a creer en el conocimiento si se ha dado cuenta de que sabe conocer. En cambio, adoptará actitudes de renuncia, esperará a que alguien le “enseñe”, si algo le ha hecho creer que él no sabe conocer” (Tonucci, citado por Abarca, 1995: 122).

Todo esto implica replantear el papel del docente como planificador y conductor. En vez de limitarse a trasmitir conocimientos, un profesor debe ser un generador de ambientes y de experiencias significativas. El maestro debe iniciar al estudiante, planteando para ello problemas y situaciones estimulantes. Pero, además, debe sostenerlo en el proceso, suministrándole la ayuda y las herramientas necesarias. Todo ello requiere de una planificación cuidadosa: el acercamiento paulatino del alumno al objeto de conocimiento, el descubrimiento progresivo de las relaciones entre las partes y el uso permanente de material significativo, es decir, un material que involucre, motive y mueva. Aprendizaje significa evolución de las ideas de los alumnos y, eventualmente, cambios en sus sistemas conceptuales. Ello, sin embargo, no ocurre con la simple repetición de conocimientos (Jorba y Casellas, 1997).

 En última instancia, implica reconocer el valor de la evaluación diagnóstica y formativa en el proceso educativo.  Ello constituye una tarea mayor, para un sistema escolar dominado, aún hoy, por la evaluación sumativa tradicional, estandarizada y homogénea.


  1. A manera de conclusión.

La solución a todos estos problemas no pasa por cambiar los programas de estudio o colocar a los estudiantes en capacidad de escoger los exámenes que desean realizar. Es más que eso. Implica ampliar el currículo de estudio, de modo que los estudiantes puedan desarrollar inteligencias diferentes y, sobre todo, significa recalcar la importancia de la evaluación formativa. Solo esta evaluación puede ayudar a medir y guiar el avance de cada individuo. En cualquier caso, la evaluación debe abandonar su tradicional función de clasificar, seleccionar y acreditar, para convertirse en guía, correctora y motivadora del proceso de aprender.

Reflexionar sobre todos estos problemas es una tarea indispensable.  Solo esa reflexión nos permitirá ser preactivos, es decir, proponer cambios y ser concientes del para qué de ellos. Reflexionar es asumir concientemente una postura ideológica y no trasmitir, pasivamente, las posiciones de otros.


Bibliografía:

Abarca, Sonia (1995). Psicología de la Motivación. San José: EUNED.

Covington, Martin (2000), La voluntad de aprender. Guía para la motivación en el aula. Madrid: Alianza Editorial

Flores Ochoa, Rafael (1999). Análisis de la enseñanza y la evaluación del aprendizaje según los modelos pedagógicos. Bogotá: McGraw-Hill Interamericana.

Gardner, Howard (1995). Inteligencias múltiples: la teoría en la práctica. Barcelona: Paidós.

Giddens, Anthony (1999), Sociología. Madrid: Alianza Editorial.

Giné (2000), Evaluación en la educación secundaria. Barcelona: Editorial Graó.

Goleman, Daniel (1996). Inteligencia emocional. Barcelona: Cairos.

Herrnstein, Richard y Murray, Charles (1994). The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life. Nueva York, Free Press.

Jorba, Jaime y Casellas, Ester (1997). La regulación y la autorregulación de los aprendizajes. Barcelona: Editorial Síntesis.

Phillips, Bernard (1986), Sociología. Del concepto a la práctica. Mexico: McGraw-Hill.