“Los
pilares de la educación del futuro”.
“Nos encontramos
en un mundo totalmente constituido a través del conocimiento aplicado
reflexivamente, pero en donde al mismo tiempo nunca podemos estar seguros de
que no será revisado algún elemento dado de ese conocimiento […] Bajo las
condiciones de modernidad, ningún conocimiento es conocimiento en el antiguo
sentido del mismo, donde “saber” es tener certeza (…)”
Anthony Giddens
(Citado por Tedesco, 2003)
Como ninguna otra
en el pasado, la sociedad contemporánea se caracteriza por la noción de
cambio. Y es que, desde todo punto de
vista, las rápidas transformaciones parecen jalar la realidad del ser humano de
hoy: el cambio es integral, total, global. En esencia, estamos en presencia del
nacimiento de una nueva sociedad, la sociedad posmoderna o, como se ha
dado por llamar, la sociedad del conocimiento y la información, que
evidencia nuevas formas de producir, participar, identificarse y relacionarse con
los demás.
Como bien señala
Juan Carlos Tedesco, hay algo que parece definir a esta nueva sociedad frente a
todas las demás y es, sin duda, la acelerada generación y trasmisión de
conocimientos. Es este rasgo, asociado al desarrollo de las modernas
tecnologías de la información, lo que ha venido a cambiar las formas en qué
producimos, pensamos, integramos y participamos. Para algunos, eso ha supuesto
un paso adelante o una oportunidad a futuro (la noción de salto de rana que
manejan algunos economistas); para otros, por el contrario, ha significado
principalmente más pobreza, discriminación y abandono.
Ante esta nueva
realidad, a la educación le corresponde desempeñar un papel esencial si se desea construir una sociedad más
próspera, justa y solidaria. En este sentido, el reto de la educación es doble:
debe
enseñar a aprender y debe enseñar a convivir.
La moderna sociedad del conocimiento puede
caracterizarse como la sociedad de la reflexividad, en la medida que la
reflexión sustituye como nunca antes a la tradición. Esa reflexividad
representa el triunfo de la duda y el fin de las certidumbres. Y ello afecta a
todos los ámbitos: no solo cambia las formas de producir ─ es necesario un
trabajador capaz de aprender con rapidez y adaptarse a condiciones que se
modifican aceleradamente ─, sino que además, debilita las formas tradicionales
de legitimidad y consenso social. Ante tal situación, se hace fundamental
formar personas, ciudadanos, capaces de aprender, dialogar y negociar
permanentemente, racionales, críticos y muy conocedores de su entorno.
Ante el fin de las certezas y la disolución de antiguas formas
de relación, se hace necesario que la educación se convierta en una auténtica “aula
de socialización”. Un campo de entrenamiento, donde imbuidos de ciertos
valores esenciales como la tolerancia, el respeto y la solidaridad, los niños y
jóvenes aprendan a relacionarse y convivir con otros. En este sentido, la
educación adquiere un carácter ético y ciudadano urgente. En palabras de
Josefina Aldecoa (1997), “educad a los niños (…) educadlos en la
tolerancia, en la solidaridad. Transmitirle lo más importante que tenemos: la
herencia cultural”. ¿Estamos haciendo esto en Costa Rica?